Meditar para estar plenamente presentes para escuchar mejor



Nuestra mente no está nunca quieta. Durante la vigilia, produce decenas de millares de pensamientos cada día. Generamos conscientemente, intencionalmente, una parte de ellos. El resto, no, pero están ahí. Pueden aparecer en nuestra mente lentamente o muy deprisa. Pueden quedarse en ella unos segundos, o durante horas, o días. Algunos pueden llegar a quedarse ahí mucho tiempo y convertirse en obsesiones. En las culturas occidentales, nos hemos acostumbrado a identificarnos con la mente, con los pensamientos. Llegamos a creer que son nuestros, y también, que somos lo que pensamos. Los testimonios recogidos por el Dr. Michael Newton, el simbolismo de Udyat, u ojo de Horus en el antiguo egipcio, las investigaciones llevadas a cabo en el HeartMath Institute, entre otras muchas fuentes, nos ayudan a entender que nuestros pensamientos no son nuestros, y que nuestra identidad no está en ellos.


Llegamos a creer también que, al menos hasta cierto punto, no tenemos forma de controlar lo que pensamos, como si lo que recorre nuestra mente tuviera vida propia, y fuera una vida impuesta al resto de nuestra persona, casi contra su voluntad. Esa es una de las razones por las que, con frecuencia, nos cuesta tanto no hacer caso de lo que pensamos, o dejar de pensar lo que pensamos. Y en parte por eso también nos cuesta tanto dejar de generar pensamientos, o despegarnos de nuestra mente, de lo que la recorre, observándolo desde cierta distancia.

Cuando nos acostumbramos a distanciarnos de los pensamientos que recorren nuestra mente, nos vamos dando cuenta de que, efectivamente, ellos siguen pasando y pasando sin que nosotros los llamemos, ni los generemos, ni los busquemos, ni los formemos, ni los recordemos. Es como si nos encontráramos pensando cosas que ni siquiera hemos decidido pensar. También nos damos cuenta de hasta qué punto los pensamientos que van apareciendo por nuestra mente pueden llegar a ser caóticos, desconectados unos con otros, desconectados también de lo que hayamos estado viviendo unos segundos, o unos minutos, o unas horas antes de que aparezcan. Parece, sí, que tengan vida propia, que aparezcan sin que nuestra voluntad tenga nada que ver con ello, porque incluso aparecen cuando no queremos que lo hagan, cuando nos concentramos en algo que no sean ellos. 

Silencio y meditación
¿En qué nos podemos concentrar aparte de en nuestros pensamientos, hasta el punto de llegar a ser capaces de ‘verlos pasar’ y no hacerles caso e, incluso, de que, poco a poco, haya momentos en los que ni siquiera los veamos pasar? 
En el silencio, y en todo aquello a lo que aprendamos a prestar atención con la meditación. 
Empecé a meditar hace algo menos de dos años. Hasta entonces, era poco consciente de que tenía una idea creada sobre la mente y los pensamientos en relación con mi yo, mi identidad, mi alma, mi ser. Prestaba mucha atención a mis pensamientos, les daba importancia. A veces, mucha. Casi siempre, demasiada. Sí era consciente de que mi cabeza era un torbellino, de que mi mente no paraba. Me decía que, en algunas situaciones, para algunas cosas, eso era bueno y me ayudaba. Por ejemplo, en el trabajo, cuando escribía, y también cuando pintaba. Pero también me decía que, en muchas otras ocasiones, ese no parar de mi mente era incómodo, pesado, a veces incluso deprimente y, con más frecuencia de la que estaba dispuesto a admitir, agotador y estéril. Llevaba varios años teniendo problemas para dormir, en parte porque mi mente parecía tener un altavoz con el volumen muy alto, y a veces me costaba mucho encontrar el botón de apagado. 

Recuerdo la primera vez que medité. Fue una noche en la que, al acostarme, me propuse probar con la meditación. Tenía la esperanza de que, al menos, me ayudara a relajarme. Me tumbé, cerré los ojos y me concentré en la oscuridad, en un punto en el centro de la oscuridad. Me daba cuenta de que me era muy fácil distraerme con los ruidos que se oían en la calle, los que hacía mi perro, con las cosas que me pasaban por la mente y que eran, sobre todo, imágenes y sonidos de aquel día. Cada vez que algo de esto aparecía en mi mente o se llevaba mi atención, volvía a mirar ese punto en el centro de la oscuridad. Pasado un rato, ese fondo oscuro empezó a abrirse, como si se rompiera, y apareció un pequeñísimo punto de luz. Puse mi atención en él. Poco a poco, iba creciendo, ensanchándose, llenando de luz aquella mancha de oscuridad que lo cubría todo cuando cerré los ojos. La luz se hizo más y más intensa, pero en ningún momento molesta, hasta que lo llenó todo y solo la veía a ella. No había oscuridad. Empecé a tener la sensación de entrar en esa luz y avanzar por ella, a través de ella hasta que, de repente, empezaron a aparecer siluetas de cabezas de hombres y mujeres, sin rasgos en la cara, solo las siluetas negras de cabezas, muchas cabezas. Tenía la sensación de que, cada vez que aparecía una, me miraba por un instante, y luego aparecía otra, y otra. Y después, empecé a ver cómo se acercaban unas a otras, como si sus cuerpos se abrazaran. No oía nada, pero sentía como si de ellas me llegara una alegría y paz infinitas, y un amor infinito también que lo envolvía todo y me llenaba completamente. Y en ese momento me puse a pensar en lo que estaba ‘viendo’, y todo desapareció, volvió la oscuridad que veía al principio, y abrí los ojos. Y me dormí en seguida.

Unos días después, escribí un poema sobre esta primera experiencia con la meditación. Está en este mismo blog, ‘Tras los párpados

Con el tiempo, me fui acostumbrando a meditar con frecuencia, aunque con interrupciones también. Pero no pasa nada. Cuando se deja de hacer, volver a meditar es tan sencillo como, simplemente, hacerlo como si no hubiéramos dejado de hacerlo nunca. En poco tiempo, empecé a experimentar ese observar los pensamientos que pasan sin haberlos llamado ni buscado, y a comprender, por haberlo vivido, y sin necesidad de ninguna explicación, que no soy los pensamientos que pasan por mi mente. 


Más allá de la meditación, desarrollar esa consciencia de no ser lo que pensamos, lo que pasa por nuestra mente, y la actitud de no darle importancia porque nada de eso es lo que somos, acostumbrarnos a ‘despegarnos’ de nuestra mente, des-identificarnos con lo que hay en ella, se pueden convertir en hábitos y parte de nuestra forma de estar en el mundo en cualquier momento y situación. Dado que siempre, desde bien jovencito, ha resonado muy dento de mí todo lo que tiene que ver con la armonía y la conexión entre los seres, todas las formas de comunicación me apasionan, y siempre siento ante ellas el deseo de que sean todo lo abiertas, honestas, sinceras, empáticas, respetuosas, amorosas, que puedan ser.

Conversaciones que no lo son
Una de esas formas de comunicación es, precisamente, la interacción entre dos personas. Titulé el primer artículo que escribí sobre esto Interacción no implica necesariamente conexión, y me centraba en diferenciar una cosa de la otra. Ahora sigo viéndolo de la misma forma, y me gustaría explicar brevemente cómo desarrollar el hábito de dejar de identificarnos con nuestra mente nos ayuda a estar plenamente presentes en una conversación, y con toda nuestra atención puesta en lo que la otra persona comparte con nosotros.


Interactuar con otra persona no significa necesariamente que estemos comunicándonos. Quizá se podría decir también que hablar con alguien y conversar son dos cosas diferentes, especialmente cuando hablar con alguien se convierte, sobre todo, o solamente, en hablar a alguien y que ese alguien nos hable a nosotros, por turnos, y sin que la escucha plenamente presente acompañe a lo que se va diciendo. Esto pasa con muchísima frecuencia. En todas partes. Creo que cada día más. Para mí, es resultado de la enorme presión de una sociedad que hemos construido entre todos, tanto quienes se identifican plenamente con ella, como quienes no, porque todo es obra de todos. Esa presión que entre todos hemos creado  nos lleva a estar cada vez más desconectados de nuestro mundo interior y de otras personas, de nuestra conciencia de seres espirituales, de lo invisible que hay dentro de todos nosotros. Nos lleva a sentirnos cada vez más aislados. El aislamiento, la desconexión, empieza dentro de cada persona y, desde ahí, se expande hacia su mundo exterior, que le ofrece un reflejo de lo que tiene dentro en cada momento. 
Es desde ese aislamiento, desde esa desconexión, desde esa soledad, desde donde participamos en muchas de las conversaciones en las que estamos, en nuestra vida diaria, con personas que conocemos, con personas desconocidas, en casa, en el trabajo, con amigos.

Entre todas las conversaciones en las que podemos participar o que podemos llegar a escuchar, creo que no es difícil encontrar un buen número de ellas que, en realidad, no son conversaciones, sino monólogos alternos. Si estamos atentos, nos daremos cuenta de que, cuando estamos en una de ellas, o cuando la oímos, algo reacciona en algún lugar de nosotros y nos avisa de que, de verdad, no estamos cómodos.

La próxima vez que escuches una interacción así en la que no estés participando, intenta prestar atención a cómo te sientes mientras la escuchas, mientras observas lo que verdaderamente ocurre mientras las dos personas que están en ella hablan. Podrías preguntarte, por ejemplo:
  • ¿Cómo me siento mientras les escucho?
  • ¿Noto alguna sensación en mi cuerpo que no notaba antes de oír esta conversación? ¿Cómo es esa sensación?
  • ¿Qué sensación me produce la forma en que interactúan estas personas?
  • Si no me gusta, o me incomoda, ¿cómo me gustaría que fuera? ¿qué hecho en falta?
  • ¿He estado yo, alguna vez, en una interacción así?
Como participantes, creo que es muy útil intentar prestar atención a lo siguiente en cualquiera de las conversaciones en las que participemos:
  • ¿Con qué frecuencia me encuentro esperando a que la otra persona termine de hablar para poder decir lo que ya tengo en mente?
  • ¿Con qué frecuencia noto que la otra persona está esperando a que yo termine de hablar para poder decir lo que ya tiene en mente?
  • ¿Cómo me siento sobre esto?
  • ¿Noto alguna sensación en mi cuerpo que no notaba antes de estar en esta conversación? ¿Cómo es?
  • Si pudiera congelar la conversación en el mismo momento en que siento incomodidad o extrañeza, ¿qué me gustaría hacer o decir?
  • Si la conversación me incomoda, ¿qué podría hacer yo para que fuera diferente?
Cuando estamos en una sucesión de monólogos que se alternan, no estamos participando en una conversación y el resultado de esos monólogos suele ser siempre el mismo: la sensación de que no han sido escuchados, ni por nuestra parte ni por parte de la otra persona, con lo cual la incomunicación de partida se convierte en una especie de agujero cada vez mayor del que es cada vez más difícil salir. Lo que sucede, en realidad, es que, mientras una persona le habla a la otra, ésta no tiene su mente quieta, callada, desapegada de sí misma, y dedicada exclusivamente a estar atenta a lo que viene de la otra persona, plenamente presente para escuchar con toda su atención, con todo su ser. Y, a pesar de ello, aunque nos demos cuenta, aunque no nos sintamos bien, es muy fácil que no nos detengamos para hablar de lo que está pasando, de que no nos estamos escuchando, de que estamos monologando por turnos en lugar de compartir y escucharnos. Es como si cada persona creyera, aunque no sea consciente de creerlo, que lo que ella tiene que decir es más importante, o más urgente, o más necesario, o más claro, o lo que sea.
Y claro, en realidad, no es eso. Todo eso es lo que nos dice nuestro ego para distraernos de lo que de verdad nos pasa por dentro. No es que realmente creamos que lo nuestro es más importante y no quiere esperar, sino que nos sentimos muy solos, muy desconectados, y nos resulta dificilísimo decirnos precisamente eso, justamente eso, a nosotros mismos y a otras personas. Tenemos una necesidad de ser escuchados, de ser vistos, verdaderamente vistos, que parece no tener fin, porque no parece que encontremos la forma de satisfacerla. Lo que hay detrás, en el fondo, es el miedo a la soledad, que hace que no hablemos con nosotros mismos todo lo que necesitamos ni de la forma en que necesitamos hacerlo. Ahí empiezan la desconexión y la soledad, que luego, casi sin darnos cuenta, intentamos rellenar con tantísimas cosas de fuera, incluidas este tipo de conversaciones de las que estamos hablando aquí.
Tenemos miedo a la soledad. Y lo opuesto al miedo es el amor. Y desde el amor, podemos relacionarnos con nostros mismos primero, y con otras personas después, de otra manera.
Conversaciones desde el amor
El primer paso es volver a conversar con nosotros mismos. Volver a mirar hacia dentro, a nuestro mundo interior, con amor, con plena aceptación, sin juzgarnos, sin criticarnos, sin azotarnos con la enorme variedad de látigos de todo tipo que somos capaces de inventar. A veces nos puede parecer que es muy difícil conversar con nosotros mismos desde el amor, por las razones que sean. Da igual. Ninguna de las que podamos imaginar es realmente nuestra. No solo es posible hablar con nosotros mismos desde el amor: amor es lo que somos, y amarnos a nosotros mismos desde la plena aceptación es, de verdad, lo que queremos, lo que buscamos, pero no porque no hayamos aprendido todavía a hacerlo, sino porque hemos olvidado que eso es justamente lo que somos y lo que mejor sabemos hacer.
Es posible también conversar con otros desde el amor, independientemente de cuál sea el tema de conversación. Porque el amor se manifiesta, antes que nada, en cómo estamos en el mundo, en cómo hacemos lo que hacemos cuando hacemos algo. Y conversar desde el amor es muy fácil, porque en realidad es nuestra naturaleza y nuestro deseo profundo, cuando estamos conectados con nosotros mismos, des-identificados con aquello que no somos, y plenamente presentes en el momento, abiertos a lo que haya en él. Abiertos, en el caso de las conversaciones con otras personas, a lo que ellas quieran compartir con nosotros.  

Para ayudarnos a voler a adquirir el hábito de conversar desde el amor, podemos hacer varias cosas. En primer lugar, podemos ayudarnos a vernos desde fuera, a observarnos en este tipo de interacciones. Nos podemos hacer varias preguntas sobre esto. Algunas de las preguntas clave podrían ser las siguientes:
  • ¿Cómo interactúo con otras personas?
  • ¿Cómo me siento cuando la interacción va bien?
  • ¿Cómo creo, o sé, que se siente la otra persona cuando la interacción va bien?
  • ¿Qué hago cuando siento que la interacción va bien?
  • ¿Cómo me siento cuando la interacción no va bien?
  • ¿Cómo creo, o sé, que se siente la otra persona cuando la interacción no va bien?
  • ¿Qué hago cuando noto que la interacción no está yendo bien?
  • ¿Qué espero que haga la otra persona cuando la interacción no está yendo bien?
  • ¿En qué consiste realmente la comunicación entre dos personas que se hablan?
Es importante que tenga presente que cualquier conversación es el resultado de lo que todas las personas implicadas en ella hacen. También, que no tengo ningún poder de decisión sobre lo que haga la otra persona, pero sí, siempre, sobre lo que haga yo, y en las situaciones como la descrita aquí, probablemente mi primera labor sea detener el flujo de pensamientos en mi mente que llenan el espacio que la otra persona y yo necesitamos que esté disponible para estar verdaderamente escuchándola. Para ello necesito:
  1. Darme cuenta de que mientras la otra persona me habla, yo me estoy hablando también dentro de mi cabeza y, al mismo tiempo que la oigo a ella, me estoy escuchando a mí.
  2. Darme cuenta de que tal vez tengo una cierta prisa por que ella termine de hablar. Mi cuerpo me lo puede estar indicando de varias formas.
  3. Darme cuenta de que si la otra persona, de repente, se perdiera y se preguntara o me preguntara '¿por dónde iba? ¿qué estaba diciendo?' para reencontrar el hilo, tal vez yo no sería capaz de ayudarla porque tal vez yo tampoco recordaría lo que me estaba diciendo.
  4. Darme cuenta de que, muy probablemente, estas tres cosas están pasando también en la cabeza de la otra persona. La señal más clara de que es así es que, como yo, no detiene, ni interrumpe, ni se sale de este baile extraño y falso en el que estamos.
  5. Decidir precisamente eso: parar. Esto lo puedo hacer, como mínimo, de tres formas diferentes. Una consiste en salirme del baile, dejar la interacción, e irme, sin explicar por qué, y quizá utilizando cualquier excusa, lo cual no modifica nada. La segunda consiste en pararme y compartir con la otra persona el hecho de que me he dado cuenta de todo lo que pasaba por mi cabeza, de cómo pienso o siento que estaba yendo la interacción, y quedarme en la situación, a ver qué ocurre justo después de esto. La tercera consiste en detener ese flujo de ruido en mi mente y permitir que lo único que entre en ella sea lo que provenga de la otra persona, para lo cual tal vez necesite entrenarme durante un tiempo hasta desarrollar el hábito que me permita hacer esto al instante. 
En cualquier caso, conviene que me diga a mí mismo que si me doy cuenta de que la interacción es o se ha convertido en un falso baile de este tipo, solo por el hecho de darme cuenta no va a cambiar, ni tampoco por el hecho de esperar a que la otra persona haga algo para que cambie. Y, llegados aquí, es importante que recuerde que, para ella, la otra persona soy yo.
Así pues, parece que una interacción de este tipo solo puede cambiar si alguien hace algo para contribuir a que cambie. Puede parecer obvio, pero si realmente lo fuera, este tipo de interacciones no se producirían, al menos no con la que frecuencia con la que me parece que se dan.


La meditación nos ayuda a desapegarnos de todo aquello que cruza por nuestra mente, y a volver a poner nuestra atención, una y otra vez, en un mismo punto de referencia, que puede ser nuestra respiración, un objeto, un valor, una palabra, un sonido. De la misma forma que podemos entrenar nuestra mente para hacer esto, podemos entrenarla para que se desapegue también de todo aquello que pasa por ella mientras otra persona nos habla, y para poner toda nuestra atención, tantas veces como sea necesario, en una sola cosa: lo que esa persona nos está diciendo.

Y, así, escucharla con toda nuestra atención, con plena presencia, desde el amor manifestándose a través de nuestra plena atención y respeto.

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