El viaje a lo más profundo de uno mismo a través del dolor provocado por el abuso durante la infancia

                   


Hace diez años fui a ver la película El Laberinto del Fauno. Cuando salí del cine, sentía una profunda tristeza, un desconsuelo infinito. Estuve varias horas sin ser capaz de decir nada. Me daba cuenta de cómo me sentía, pero no sabía por qué me sentía así ni qué había desencadenado aquella reacción tan intensa, tan profunda, tan desoladora.

Al día siguiente empecé a escribir un artículo que me habían encargado, y empecé a hablar de la película. No sabía por qué escribía sobre ella, ni qué era lo que quería decir. Simplemente, me puse a escribir y, a medida que lo hacía, iba viniendo a mí lo que quería decir. No podía pensarlo antes, solo podía percibirlo subiendo desde un rincón muy profundo, oscuro y antiguo de mí. Empecé a darme cuenta de que estaba muy, muy enojado con el director de la película por el final que había decidido darle a la protagonista. En esos meses estaba estudiando a Jung, leyendo y trabajando sobre la sombra. Eso me ayudó a ver que mi enojo no tenía nada que ver con el director de la película, claro, ni con la protagonista, ni con la historia, ni con el miedo a la fascinación tan inquietante que me produjo toda la película. Mi enojo tenía que ver con mi infancia o, como escribí aquel día, "con el hecho de que yo dejara que mataran mi infancia." Acabé de escribir esta frase, y no sabía por qué la había escrito, ni a qué me refería. 

Esa misma noche, mientras leía y trabajaba con el arquetipo del Huérfano, de un modelo de arquetipos que utilizo desde entonces, me puse a llorar desconsoladamente. Era un llanto diferente, como el de un niño, y venía de muy adentro. Como dos días atrás, no sabía por qué lloraba, ni de dónde venía mi desconsuelo, ni por qué no podía parar de llorar. 

Volví al libro de Carol Pearson, con el que estaba trabajando esos días, y me dio las primeras pistas. Cuando leí esto me dio un vuelco el estómago, pero todavía no sabía por qué:

"El arquetipo del Huérfano en cada uno de nosotros se activa en todas las experiencias en que el niño en nuestro interior se siente abandonado, traicionado, victimizado, descuidado o decepcionado.
Los Huérfanos son niños privados de protección parental y cuidado amoroso mientras son aún demasiado pequeños para hacerse cargo de sí mismos. Quizá los padres hayan muerto, abandonado literalmente al niño; o tal vez estén allí, pero sean negligentes o abusadores. Muchos Huérfanos viven en lo que aparentemente son familias intactas, pero los niños no son apreciados, nutridos, guiados, y no se sienten seguros emocional o físicamente."

Hasta ese día, a lo largo de toda mi vida, desde la adolescencia, yo había visto en mi mente, de vez en cuando, imágenes de mi infancia que me parecían recuerdos desagradables. Aparecían como diapositivas que yo me apresuraba a pasar. Hasta aquella noche, no me había dado cuenta nunca de que me apresuraba a pasar esas diapositivas sin apenas mirarlas. Hasta aquella noche, tampoco me había parado a ver lo que realmente mostraban, ni a poner a lo que ocurría en ellas el nombre que le correspondía. No eran simplemente recuerdos desagradables. Eran escenas de abuso sexual por parte de mi madre. 

Ahora sé lo que aquella noche no podía saber: había empezado un camino que iba a ser largo, doloroso y, en ocasiones, extremadamente difícil, hasta la desesperación, al final del cual me encontraría con el centro de mi Ser, con el amor, el perdón y la paz en esta vida, y con lo que hay antes, durante y más allá de ella. Unos años más tarde escribí un poema sobre ese camino, de mi libro Paso de Peatones:

          en mi laberinto me adentré,
          mudo, ciego y sin saber
          a dónde me llevaría
          ni lo que en él encontraría.
          El rastro oscuro
          de mi sombra seguí
          entre el pánico, la esperanza
          y la eterna tentación 
          de abrazar un repentino fin.
          En el lado oscuro 
          de mi luna encontré
          lo que siempre más odié,
          el cristal roto de mi infancia
          robada, de mi vida
          secuestrada, de mi alma
          rota, sola, abandonada.
          En el espejo recompuesto
          del oscuro pozo me miré
          dispuesto como nunca a saber
          quién era yo, cómo y por qué
          había llegado hasta aquí,
          y para qué y de qué manera
          mi viaje continuaría,
          a dónde yo llevaría
          de la mano a mi yo
          abandonado,
          a ese niño asustado,
          a ese joven escondido,
          a ese hombre malherido,
          rescatados los tres
          por la fuerza de su voz
          desesperada, desde dentro
          clamando, desde lo más oscuro,
          para que mi último yo
          los oyera,
          los reconociera y
          los quisiera
          como nunca nadie
          los había querido 
          antes.
          De su mano, ascendiendo,
          de repente, me encontré a mí.
          De repente, al otro día, te encontré a ti.  




Hace unos años, llegué a un punto de mi vida en el que pude ya empezar a compartir mi historia desde el otro lado del miedo, del dolor, del rencor, de todo lo oscuro que una experiencia así puede llegar a inyectar y despertar dentro de quienes la viven. En ese momento, decidí hacerlo por la misma razón por la que, durante el tiempo que estuve procesando todo aquello, leí las historias que otras personas compartieron y llegaron a mí a través de libros, blogs, videos, conversaciones: al oír la voz de esas otras personas, oía también la mía resonando en ellas y, al mismo tiempo, aprendia a oír sus voces resonando en la mía.

Hoy mi voz es una voz tranquila, una voz que ha asumido lo que ocurrió y se siente en paz. Una voz que también ha trascendido lo que ocurrió desde la consciencia en expansión, la comprensión profunda, el amor y el perdón. Cuando contemplo todo lo vivido como parte del plan de vida de mi alma, que decidió encarnar en un determinado entorno y vivir unas determinadas experiencias para trascenderlas y aprender cosas que vino a aprender, y con todo ello caminar hacia una mayor consciencia, luz, paz y amor, no solo los abusos vividos, sino absolutamente todo lo vivido tiene para mí un sentido antes insospechado.
    
Pero, a lo largo de ese camino, no siempre fue así, ni mucho menos. Mi voz ha necesitado ser una voz enfurecida, rabiosa, triste, desconsoloada, desesperada, desafiante, cariñosa, fría, provocadora, compasiva, comprensiva, amorosa. El viaje a lo más profundo de uno mismo a través del dolor provocado por el abuso sexual, emocional y psicológico puede ser tan duro, largo, doloroso y extenuante, que uno puede atravesar muchas capas de muchos de sus yos internos, desde lo más recóndito, oculto y oscuro de su sombra, hasta lo más elevado, abierto y luminoso de su Ser. Por eso, creo que es bueno, conveniente y necesario que, al escuchar tu propia voz como persona superviviente de abusos, y al compartirla con otras personas que quizá estén aún sumidas en el pozo infinito del olvido, del miedo, del pánico, o del dolor aparentemente insoportable, permitas que todas tus voces salgan, se expresen, se muestren, se manifiesten. Tú, como me dije yo un día, tienes derecho a tenerlas, asumirlas, abrazarlas, amarlas, y expresarlas si eso es lo que quieres o necesitas. Y otras personas tienen también derecho a oírlas en ti y, quizá, un día también en ellas, dando pasos en su camino hacia la sanación, la liberación, el perdón, el amor y la paz. 







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